La larga marcha de Geovanna Irusta

¿Qué hace un deportista de élite cuando ya no puede competir?, ¿cómo enfrenta su vida después de haberle dedicado 20 años a entrenar? Para la “reina sudamericana de la marcha”, la respuesta es luchar con la misma pasión y empezar de cero.
Rocío Lloret Céspedes (Buenos Aires)
Geovana Irusta prepara suculentos platillos de comida boliviana con la misma pasión con la que se entregó a la marcha atlética en las décadas del 90 y 2000. Precisa como un cirujano, elige ingredientes, mide cantidades y se encarga de que el sabor de cada plato que sale de su cocina sea lo más parecido posible al que añoran sus comensales. Desde hace tres años, la ocho veces campeona sudamericana y su esposo y entrenador, Fernando Trino, son dueños de ‘Bolivia Gourmet’, un restaurante que está en la avenida San Pedrito 250  de Flores, un barrio bonaerense donde viven muchos bolivianos.
Anclado en una zona de edificios con balcones que dan a la calle, el local se distingue por un letrero de fondo blanco que está en la parte superior frontal. La fachada de ladrillos barnizados tiene ventanales cubiertos por visillos, por lo que hay que subir unas gradas y tocar la puerta para ingresar. Adentro el ambiente es acogedor, con un aire romántico, iluminado por luces tenues. Desde un pequeño mezanine, donde están la caja y el bar, se observa las mesas, cuidadosamente acomodadas en líneas paralelas verticales. Detrás, en una cocina pequeña pero cómoda, ollas y peroles volcados esperan su turno para ser usados cada noche de viernes, y los fines de semana desde el mediodía.
Son las nueve de la mañana de un jueves de abril y hoy no hay atención. Geovana (41) llega al restaurante enfundada en una chamarra negra de cuero, pantalón deportivo y zapatillas para correr. De contextura mediana, 1.57 metros de estatura y algunas líneas en el rostro, conserva la firmeza en la voz, como cuando se refería a sus triunfos o denunciaba falta de apoyo al deporte nacional. “Es temprano para él y hace frío”, dice agarrando a su hijo Robert (6) de la mano mientras le pide a Fernando que lo lleve a dormir en una pequeña habitación, donde solo cabe una cama para descansar.
Hace mucho que no daba una entrevista a la prensa boliviana, pero ahora ha decidido hablar. En 2009, cuando salió del país, “dolida por la ingratitud” de dirigentes deportivos y autoridades nacionales para seguir compitiendo, llegó a Buenos Aires a trabajar en un taller textil.  “No quería hablar con nadie, ni siquiera quería ver programas deportivos en la televisión”, dirá horas después  durante una caminata por las calles de Flores, en una tarde soleada.
Decepcionada, entró en una depresión que –asegura- solo su hijo pudo sanar. Lo había estado “buscando”, porque era algo “pendiente” en su vida. Con 35 años, “temía que el tiempo pasara” y se dio cuenta que había dejado muchas cosas de lado  por el deporte. Ella misma escogió el nombre, Robert, en honor  a Robert Korzeniowski, el marchista polaco ganador de cuatro oros olímpicos.
“Si no hubiera sido mamá, no sé qué habría sido de ella. Fueron 20 años de su vida en los que prácticamente vivía en una nube. Empezábamos a (entrenar a) las cinco de la mañana, salíamos tipo seis y en un turno se hacía cuatro o cinco horas (entre 20 y 30 kilómetros de recorrido). Descansábamos, venía el almuerzo y en la tarde, otra vez seguíamos en un turno de tres horas en el gimnasio. A veces, en la noche, había un tercer turno de una hora. Eso era por día, aunque había algunos más duros y otros de recuperación”, cuenta el entrenador. Lo que no dice es que aquellas largas marchas se hacían en El Alto, a 4.150 metros de altura.
Tras asistir por mérito propio a los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996, Sydney 2000 y Atenas 2004, una serie de factores –entre ellos una lesión y un plazo que fijó la Federación Atlética de Bolivia (FAB) distinto al de la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo (IAAF, por sus siglas en inglés)- incidieron para que la denominada “reina sudamericana de la marcha” no logre la marca mínima para estar en Pekín 2008. En ese momento Irusta asegura que tenía la mejor marca de aproximación, por lo que le correspondía ir con una de las dos invitaciones que llegan a cada país para participar en la cita mundial, pero se le negó la posibilidad. Marco Luque, entonces presidente de la FAB, le dijo a la BBC Deportes que la atleta “no estaba en su mejor momento” y los cupos ya estaban asignados.
Cuando emigró, todavía entrenaba con rigor y participaba en pruebas de fondo para mantenerse activa. Tenía la esperanza de marchar en Londres 2012 para despedirse del deporte en una cita internacional, en 20 kilómetros de marcha, su especialidad. “Pero ese momento nunca llegó y más bien sufrí la ingratitud de las autoridades y de los dirigentes, que en muchas ocasiones estaban ahí solo para la foto, para la medalla, en los momentos buenos”.
Los recuerdos
Situada en una de las mesas de su restaurante, Geovana mira a un punto fijo como si en la pared se proyectara una película de su vida. De pronto se ve a los 14 años llegando a la escuela de atletismo del estadio Hernando Siles de La Paz, de la mano de su padre, Rosendo Irusta, y más tarde aparece junto a Eloy Quispe, su primer entrenador de marcha, el célebre medallista paceño, ya fallecido. “Cuando empezamos a entrenar -dice en plural refiriéndose a ella- no teníamos ni agua y teníamos que turnarnos para traerla. Ya cuando tocaba viajar, a veces los pasajes eran limitados, así que en muchas ocasiones el entrenador tenía que distribuirlos para ver quiénes iban y quiénes se quedaban. Luego nos auspició La Cascada, una empresa privada. En el comienzo de mi carrera Iván Eíd (hijo de los dueños de la embotelladora) creyó en mí y eso me motivó a llegar donde llegué”.
En muchas ocasiones los deportistas bolivianos debían viajar por tierra a competencias internacionales, porque aún con los patrocinios y el presupuesto asignado anualmente por el gobierno y administrado por la FAB, era difícil cubrir los tickets de avión para todos. Eran periplos de más de 20 horas, que mostraban no solo la buena preparación física, sino el entusiasmo de representar al país. “Una vez teníamos que competir en Santa Fe (Argentina) y llegamos al filo (de la prueba), ahí rompí uno de mis récords, después de haber dormido en el autobús. Éramos jóvenes y no sentíamos el sacrificio. Esa fuerza, coraje, te alcanza y te sobra para bancártelas”.
Siguiendo la película, Irusta se ve triunfando: ocho veces campeona sudamericana; cuatro, campeona bolivariana; plusmarquista durante 12 años, medallista, atleta olímpica y tres veces participante de campeonatos mundiales de atletismo, donde se situó entre los 20 mejores. “No es poco”, dice con nostalgia, sin dejar de mirar a un punto fijo con los ojos vidriosos.
Esa autoridad le permitió hablar en voz alta, pedir mayor apoyo para ella y sus compañeros. Se contactaba directamente con los presidentes de la entonces república. De todos ellos –cuenta Fernando- el más querido para Geovana fue Hugo Banzer Suárez. “El general Banzer tiene una imagen dura, pero nosotros conocimos al otro Banzer, al democrático, al sensible. Ella lo consideraba como su abuelo, porque cada vez que iba a viajar le decía que vaya a verlo. Cuando murió (2002), derramó lágrimas”.
La relación de amistad comenzó cierto día en Palacio de Gobierno, cuando Irusta ingresó para recibir uno de tantos reconocimientos. En ese momento, aprovechó para entregarle una carta a Banzer en la que explicaba la necesidad de aplicar un cambio en el deporte. Dos horas después, el Mandatario la mandó llamar. “Cuando fuimos, le dijo que no podía darle un sueldo, pero le aseguró que del que él percibía iba a darle el 50 por ciento. ‘Vas a venir (a cobrar) cada mes y cada que viajes, vas a venir a despedirte’, le dijo. Por eso cuando entrábamos a la casa presidencial, en San Jorge, bajaba en sandalias y nos invitaba una papaya Salvietti, era un hombre increíble”, evoca el entrenador.
Con el tiempo Geovana llegó a tener grandes auspicios de la empresa privada. Firmas como Gatorade, Adidas, Entel, Viva, Aerosur y la aerolínea Intercontinental figuraban entre sus sponsors. De la mano de sus logros llegaban también becas para entrenar en China, España, México y Alemania, gracias a convenios entre gobiernos. Sin temor a equivocarse afirma que gran parte de su carrera la financió Solidaridad Olímpica Internacional, una comisión del Comité Olímpico Internacional (COI) que asiste a los Comités Olímpicos Nacionales y a las asociaciones continentales. El entonces presidente del Comité Olímpico de Bolivia (COB), Jorge España, se encargaba de hacer muchas de esas gestiones.
Pero en el fondo sabía que para llegar lejos había que cambiar muchas cosas, hacer que el deportista sea tratado como tal, para que el día que se retire tenga otro oficio o se dedique a formar a otros atletas. En su caso, abandonó la carrera de Contaduría Pública en la universidad y cuando ya no le permitieron competir, sentía que su mundo había terminado. Por eso cuando Evo Morales la invitó a sumarse a su campaña electoral en 2005, aceptó pese a las críticas, porque creyó en su proyecto de cambio. De hecho, ni bien llegó al poder, el líder cocalero le ofreció el Viceministerio de Deportes, pero ella rechazó el cargo, porque estaba en su mejor momento. “Yo soñaba con un deporte de alto nivel como el de Cuba.  (Los cubanos) son deportistas que le hacen frente a Estados Unidos, son los reyes, sacan la cara por su país. Yo soñaba con un deporte así de fuerte, pero en el camino todo se fue perdiendo. Entregué varios proyectos que hasta ahora se usan, pero no se entendieron a cabalidad. En los juegos plurinacionales se entrega medallas, pero no se forma deportistas”.
“Solo quisiera volver…”
Es viernes por la noche y de a poco ‘Bolivia Gourmet’ se empieza a llenar de comensales que llegan, de a dos, muy bien abrigados. Una mesera argentina –robusta y de sonrisa amable- abre la puerta e invita a acomodarse en alguna mesa. De fondo, David Castro canta el éxito de Los Brothers, ‘Añoranzas’, un himno de quienes partieron en busca de días mejores. “Solo quisiera volver, a ver mi tierra otra vez…”.
En el menú, hay siete platillos que Geovana prepara con destreza. “Picante de pollo”, “chuleta”, “charquecán”, “majadito”, “saice”, “pique” y “chicharrón”, se lee. Hoy ella está ocupada y se la ve seria, concentrada, como si estuviera en un laboratorio de química.
“No me gusta la cocina, pero sabía cocinar, aprendí con mi mamá, Dalia Pinto, que cocina muy rico. Yo siempre estaba con ella, preguntándole, y eso me sirvió en otra etapa de mi vida. Ahora cocino todo, incluso aquellos platos que necesitan procesos, como el charque, que elaboro yo misma. Cuando hay que comenzar de cero, uno no se fija lo qué tiene que hacer. Yo pienso que tal vez quería sufrir, castigarme, por no haber hecho caso a mi papá cuando me dijo que no debía dedicarme a esto (la marcha atlética) y tenía razón. Pero luego me di cuenta que si hiciste lo que te gustaba, estaba bien hecho. Y si hay que hacer lo que sea para sobrevivir, lo tienes que hacer”, me dijo un día antes.
Desde el mezanine, Fernando se encarga de supervisar que todo esté en orden, mientras Robert mira la televisión antes de irse a dormir. Desde pequeño acompañó a sus padres en el emprendimiento y tiene muy claro su origen.  “A mí me hicieron en Bolivia, soy boliviano, pero nací en Argentina”, asegura, ya con el tono característico del porteño.
En unas horas más, a la medianoche, se cerrará la cocina y la gente empezará a entregarle a la mesera papelitos con títulos de canciones para interpretarlas en el karaoke, una pantalla gigante que está frente al bar. “Quisiera estar presente, el día de mi entierro…”, comenzará una mujer con voz lastimera que pidió el huayño ‘El Olvido’ del grupo Bolivia. Más tarde, un argentino entrado en años, poco cabello y bigote espeso, enronquecerá el tono para cantar el tango ‘Cambalache’. “El mundo fue y será una porquería ya lo sé…”.
Aunque el restaurante solo abre la noche del viernes, y sábado y domingo desde el mediodía, el trabajo demanda casi toda la semana. Los lunes se supone que es día de descanso, “pero siempre hay cosas que hacer”, sonríe Geovana. Es que, además, decidió estudiar cosmetología y gran parte de su tiempo se lo dedica con fervor a su hijo Robert.

Caminando por Flores le pregunto si le gustaría entrenar a otros atletas, pero dice que no, que a ella le gustaría volver a la marcha. “Sentí mucha ingratitud de parte de autoridades y dirigentes de mi país –insiste- di casi la mitad de mi vida y hoy no saben ni se preocupan dónde o cómo estoy.  A este país, Argentina, no le di nada y hoy me acoge, pero siempre seré una forastera”.
Esta entrevista se publicó en la edición de mayo de 2017 de la revista Poder y Placer, y tuvo repercusión en el programa No Mentirás de PAT, para verla pincha aquí.





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