* No ha cumplido 30 años y Simón Aguape se ha convertido en uno de los músicos bolivianos con mayores logros en su carrera.
* Nacido en una comunidad indígena cruceña, donde hasta hace poco no había ni luz ni agua potable, formó parte de grandes orquestas latinoamericanas, europeas y norteamericanas.
* Tras estudiar en Alemania gracias a una beca, volvió al país y ahora busca hacer realidad un sueño: mostrar a niños y jóvenes de poblaciones alejadas del país que, con disciplina, es posible llegar muy lejos.
Rocío Lloret Céspedes
Toca.
Y su mano izquierda se desliza por el diapasón del violín como un duende que
danza encantado. Mueve la mano derecha. Y el arco resbala ─de arriba abajo, de
abajo arriba─ con la precisión de un relojero suizo. Toca. Y sus ojos se
cierran. Él queda absorto. Nada de lo que sucede importa. Toca. Y el tiempo se
detiene a su alrededor.
Simón Aguape Orepocanga (29) luce un luto estricto. Esta noche en Santiago de
Chiquitos, al sudeste de la Chiquitania cruceña, corre una brisa suave de
verano, poco más de 30 grados. Es tarde, pero ninguna de las diez personas que
estamos en esta mesa pensamos en ir a dormir por ahora. El calor sofoca, la ropa
se pega al cuerpo. A él eso no lo perturba.
─Toca Simón ─, se escucha de lejos y, como un niño educado, él saca el violín
con la delicadeza de quien cuida un tesoro preciado y lo pone en el hombro.
No
hace mucho que Simón se bajó del escenario del Festival Conservarte, aquel que
se realiza cada principio de año, con el fin de reunir artistas de distintas
disciplinas, para promover la conservación de la naturaleza. Interpretó seis
arreglos de música clásica y popular junto al guitarrista Fernando Díez. Arriba
de las tablas, en la plaza principal de Santiago, dejó de lado la seriedad del
músico de orquesta, que se rige estrictamente por su partitura. Se divirtió
como un niño, tanto que para sorpresa de su compañero de cuerdas, empezó a
cantar una cumbia en su idioma materno: el guarayo.
Esta noche está distendido, con ganas de seguir tocando. Por eso, en lugar de
marcharse a su hotel a descansar, como hizo el día anterior, acepta compartir
una tertulia en el patio del hotel Churapa. Aquí hay invitados y organizadores
de este evento.
Elige ‘La Cumparsita’, aquel tango de Gerardo Matos Rodríguez, para lucirse en
el punteo del instrumento. Sigue con ‘Tico-Tico’, una canción brasileña de
Zequinha de Abreu (1880-1935), que los grandes concertistas interpretan para
mostrar su destreza. Los aplausos explotan, pero él no habla. Le deja esa tarea
al guitarrista, quien sabe mucho de animar a la gente.
De pronto se da cuenta que lo que él disfruta, no contagia a sus oyentes. Por
eso pide que le sugieran temas y acepta tocar cuecas, taquiraris, sayas y, por
último, cumbias para que los contertulios se paren a bailar.
“Yo aprendí a tocar primero música popular al oído”, me dijo días antes, en una
entrevista. Aquellos ritmos tan pegajosos resultaron ser muy fáciles de
aprender para alguien que le encanta enfrentar desafíos.
Simón, en Santiago de Chiquitos (Foto: Edmond Sánchez, para La Región)
***
Simón Aguape comenzó a tocar el violín a los 12 años, algo tarde según los
entendidos en la música, pues recomiendan hacerlo entre los siete y los nueve
años. En su caso no fue cuestión de no querer hacerlo antes, sino simplemente
que hasta los ocho años vivió en su chaco: una extensión de tierra en medio del
monte, situada a dos horas de un camino poco transitable de Urubichá, la
segunda sección de la provincia Guarayos, que a su vez se encuentra a 360
kilómetros de Santa Cruz de la Sierra.
En un video que la televisión alemana hizo sobre la vida del joven prodigio, se
puede observar que su casita de barro era pequeña y oscura, con techo de
motacú. En ella, el entonces niño asumía que su mundo era la selva, sus padres,
su abuelo que le enseñó a leer y sus cuatro hermanos mayores. No tenía luz, no
usaba zapatos, le gustaba nadar y cuando lo llevaron al pueblo cercano para que
inicie su etapa escolar, se escapaba para volver a su terruño.
Cuando por fin lograron que se quede en Urubichá para pasar clases, encontró
dos maneras de divertirse: jugar a las canicas y pescar. Si bien ya no
atravesaba a nado los dos ríos que hay que cruzar para llegar a su chaco, huía
para sacar peces o jugar a las bolillas con sus amigos.
Un día se hizo monaguillo de la iglesia del pueblo. Allí vio cómo tocaban los
ancianos y quedó impresionado. Entonces le pidió al profesor que daba clases en
la parroquia, que le enseñara a tocar un instrumento. Empezó con la trompeta,
pero le llamaba más la atención el violín, así que se cambió.
Su primer maestro, Alberto Boysapa, le prestó el suyo y como él en su casa
había escuchado la música que hacían sus abuelos, se familiarizó rápidamente.
Al mes dio su primer concierto como solista. A los 13 años, uno después de
haber empezado, salió de Urubichá y sin siquiera conocer la capital cruceña,
viajó en avión a Santiago de Chile para hacer un solo de violín en un teatro.
En aquella metrópoli vio por primera vez un televisor.
***
“Hace unos años, cuando yo daba clases en la (Universidad) Evangélica, Simón
fue mi alumno. Si soy sincero, ellos (los chicos de Urubichá) no venían a
clases, pero él rompió eso. Si había que cumplir con ocho clases, decir que el
resto venía a tres, era mucho. Simón venía a seis, le interesaba. De nada sirve
tener talento. Aquí en Bolivia los chicos consiguen tocar una piecita y creen
que saben todo. Esto es un trabajo interminable. La vida del músico se termina
solo con la muerte. Yo por ejemplo no me puedo imaginar sin estudiar. Si tengo
ocho horas (libres) al día, toco ocho horas; si tengo cuatro, cuatro”.
Jiri Sommer es un violinista checo que vive en Bolivia desde la década del 90.
Considerado uno de los mejores en su especialidad, es un hombre serio, de
cabellos canos y cuerpo esbelto. Para él, el clima cálido-húmedo del oriente
boliviano no favorece mucho a practicar con el instrumento. “Con este calor
terrible no hay ganas ─dice─ pero hay que luchar y seguir trabajando”.
Simón cuenta que para cada lección que debía tomar con él y con otros maestros
que llegaron alguna vez a Santa Cruz para impartir lecciones magistrales, él
debía viajar primero dos horas en vehículo, de Urubichá hasta Ascensión de
Guarayos, la capital de provincia. De allí tomaba otro autobús hasta la capital
cruceña. Era un viaje de casi diez horas, si no había llovido antes.
Algunas de esas clases debía pagarlas de su bolsillo (no las de Jiri), así que
trabajaba para reunir los 25 dólares que costaba cada una, sin contar los
pasajes y la estadía. “Mis padres no hubieran podido pagarlas nunca, eran
agricultores, y no saben leer ni escribir”.
En el Conservarte de enero de este año, Simón fue el primer violín de la
orquesta de niños y jóvenes de Santiago, que acompañó al trío internacional,
formado por Sommer, y las ucranianas Irina (violoncello) y Yuliya Ogurtsova
(piano). Junto a ellos estuvo la soprano estadounidense Jodi Penner, con lo
cual el espectáculo fácilmente podía replicarse en una gran ciudad como Nueva
York o Madrid por su nivel. Para Simón no fue algo nuevo. Desde muy joven tocó
con grandes orquestas latinoamericanas, europeas y norteamericanas, sin
achicarse nunca, porque cada vez que tenía que sacar una pieza, se obsesionaba
hasta lograr la perfección.
***
La noche que lo conocí llevaba un pantalón yin y una polera de algodón ancha,
un atuendo que usa casi siempre, y con el que se siente muy cómodo. Prefiere
también las chinelas a los zapatos cerrados, pero cuando debe presentarse en un
concierto, aun cuando las temperaturas sean extremas, luce impecable: camisa
negra de mangas largas, pantalón oscuro, calzados bien lustrados.
Es pequeño, no pasa del metro 65. De ojos rasgados, su rostro redondo y
mejillas rellenas, lo hacen ver como un niño que siempre sonríe cuando habla.
Dice que no se enoja fácilmente, pero sí le molesta al oído el crujir de dos
metales o el ruido que hace arrugar un papel. Dicen que los violinistas tienen
un oído tan fino que perciben hasta la caída de un alfiler.
Mientras caminamos por las
calles de Santiago de Chiquitos, bajo un sol inclemente, le pregunto si sabe de
dónde viene el talento de los niños para tocar cuerdas y vientos en alejadas
poblaciones cruceñas. Él cree que de la familiaridad con la naturaleza. “¿Nunca
te has puesto a pensar que los sonidos de las aves se asemejan a los que emite
el violín en sus registros más altos?”.
El compositor italiano Antonio Vivaldi expresa precisamente eso en su obra ‘Las
Cuatro Estaciones’, un grupo de cuatro conciertos para violín en los que busca
representar, con distintos tonos, los estados del tiempo.
En Guarayos, cuna de grandes intérpretes de música barroca y sede del Instituto
de Formación Integral Coro y Orquesta, hay una leyenda. Dicen que después de la
muerte, solo aquellos que saben tocar un instrumento pueden pasar a mejor vida
montados en el lomo de un cocodrilo, que atraviesa un gran lago. “Los abuelos
tenían mucho miedo de quedarse en el camino, por eso siempre buscaban aprender
a tocar el violín u otros instrumentos e incentivaban a las nuevas generaciones
para que hagan lo mismo”, cuenta el músico.
***
Simón no cree en mitos, lo suyo fue esfuerzo y tesón. A los 12 años cuando vio
que se le hacía fácil el aprendizaje del violín, se dedicó a estudiar con
obsesión. Lo hacía de noche, bajo la luz de una vela; a la salida del colegio e
incluso en los recreos. Gracias a ese interés recibió el apoyo del sacerdote
Walter Newirth, quien muchas veces lo ayudó económicamente para que pudiera
pasar clases en Santa Cruz cuando llegaba algún maestro. Él también fue quien
le dijo que se presente a una audición para ganar una beca y estudiar en la
Universidad Justus Liebig Giessen, de Frankfurt, Alemania.
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