Cholitas en lucha


A más de 3.600 metros de altura, un espectáculo sin precedentes se ha convertido en la atracción de turistas de todo el mundo: mujeres vestidas con trajes típicos del Altiplano de Bolivia, que se agarran de los cabellos, vuelan, se patean y muchas veces acaban en una sala de Emergencias.
Por Rocío Lloret Céspedes, La Paz
“Dulce Rosa” intentó reaccionar frente a los golpes y descargó un puñetazo al aire, casi sin mirar. A su alrededor, como si estuviera en medio de un circo romano, miles de hombres, mujeres y niños le gritaban histéricos que se aparte, como presintiendo lo que le iba a suceder. De pronto, en medio del bullicio, sintió la voz lejana de su madre que en su desesperación intentaba hacerse escuchar: “¡Con la silla! ¡Con la silla!”, pero no alcanzó a razonar. Cuando despertó, estaba en una sala de Emergencias, el médico suturando una herida en su cabeza y otro revisándola, para ver si todo estaba bien.
Nunca supo si el desmayo fue por el silletazo que la sorprendió por detrás, la posterior caída sobre un fierro o, quizá ambos, sumados al pánico que sintió cuando se dio cuenta que era difícil escapar de la agilidad y la experiencia de su rival: “Julia la Paceña”, delgada, con las manos grandes y huesudas, descendiente de una familia de legendarios luchadores de cachascán boliviano (cat-chas-can, atrapa como puedas).
Veinte minutos antes, “Dulce” estaba feliz. Enfundada en una manta blanca, delicadamente sujetada con un broche de plata bañada en oro (topo), una blusa pegada al cuerpo y una pollera del mismo color, escuchó que el locutor anunció su nombre e ingresó al escenario sentada en la parte de atrás de una moto negra. De fondo se oía un rock metalero y la gente empezó a lanzarle piropos y a hacerla sentir como una reina.
“Julia” también estaba elegante. Vestida igual que su contrincante, sólo que en un tono amarillo, empezó a mover las polleras al compás de una morenada, el ritmo típico de los andes bolivianos. Las dos subieron al ring con una facilidad envidiable y cuando el relator gritó, “¡en lucha!”, olvidaron la delicadeza femenina y se pusieron frente a frente para empezar el desafío.
“Bienvenidos señores, esto es la lucha libre de cholitas”, dijo después y “Dulce Rosa” inició la pelea. Apoyada en las cuerdas tomó a la otra de un brazo y la lanzó por los aires. “Julia” cayó y el golpe sonó como si se hubiera roto todos los huesos. Por un momento sintió que esto sería fácil y comenzó a torturarla, enceguecida por la adrenalina y alentada por los alaridos del público que sentía en carne propia el dolor de la otra mujer. “¡Abusiva! ¡Maldita!”, le gritaban de lejos. Pero ella le agarró el cuello y se lo torció a un lado. Después empezó a pisarle el muslo, una, dos, tres veces, y luego a pisarle la mano hasta hacerla retorcer de dolor. Por último se lanzó sobre ella desde la tercera cuerda con sus más de 80 kilos encima.
De pronto, mientras ella desafiaba al público, parada en una de las cuerdas del ring, sintió que alguien la tomó por atrás. Su pesado cuerpo se estrelló contra las tablas y quedó indefensa, como una presa a punto de ser devorada. Soportó puñetes en el pecho y una patada en el vientre que la hizo enmudecer. Intentó pararse, pero la rival no le dio oportunidad. Cuando por fin pudo hacerlo, al cabo de unos minutos, estaba atontada. La silla que le ofrecía su madre desde abajo, la tomó la otra mujer. Al desvanecerse, se golpeó con un fierro que sobresalía de la lona.
En el escenario, el bullicio se redujo a murmullos y por más que el relator quiso que todo pasara desapercibido, no logró sacar de su estupor a los miles de asistentes que se habían dado cita, en abril de este año, al coliseo del Plan 3000 en la tropical Santa Cruz de la Sierra. “A ver si no la ha matado”, comentó una mujer y tuvo que tragarse sus palabras, cuando “Julia” salió a decir que “Dulce” estaba bien.
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Es 22 de junio y a las diez de la mañana, a 3.600 metros de altura en La Paz, hace frío y hay un sol radiante. Las estrechas y empinadas calles del centro de la ciudad lucen abarrotadas de gente que camina sin levantar la mirada, con las manos en los bolsillos. Hombres y mujeres desafían a la muerte a cada instante, porque caminan en zigzag esquivando vehículos de todo tamaño. En las aceras, abrigadas de pies a cabeza, mujeres regordetas ofrecen naranjas, agujas, comida, películas pirata, prendas de vestir.
La mayoría son cholas paceñas, indígenas aymaras de quienes se dice heredaron la vestimenta de la mujer española: faldones anchos encima de los cancanes, mantilla de colores y adornos vistosos. Sin embargo, siempre tuvieron una personalidad propia y el traje asumió su propia personalidad. “Este año está de moda el tornasol y los colores pastel, ya no se usa la manta y la pollera del mismo color, sino la combinación entre rosado y café, por ejemplo”, explica María Huanca, quien tiene una tienda de indumentaria de cholitas, en la avenida Kollasuyo.
Aunque todavía existe discriminación y hasta hace poco más de diez años, muchas debían ponerse pantalones para asistir a la universidad, hoy es un orgullo y señal de estatus lucir estas prendas. De hecho, cuando se ponen joyas de oro, mantilla de un auquénido llamado vicuña y sombrero borsalino (un modelo italiano), tranquilamente puede llevar más de diez mil dólares encima. Por eso es que causó sensación verlas subidas en un cuadrilátero, peleando entre ellas, contra mujeres de vestido e incluso contra hombres que les doblaban en tamaño y en peso.
Comenzaron a hacerlo allá por 2004, un día que Juan Mamani o “Gitano de la lengua larga”, abrió el gimnasio del Multifuncional de El Alto, para que no sólo hombres pudieran entrenar. “Me di cuenta que la gente se cansó de mirar luchar a los varones y se me ocurrió abrir las puertas a las mujeres de pollera”, le dijo hace algunos meses a una radio alemana. Pequeño, moreno y delgado, de luchador rudo pasó a ser empresario y hoy en día habla con la prensa, siempre y cuando haya dinero de por medio.
Los primeros en verlas fueron los fotógrafos, quienes convocados por ellas mismas acudieron un día a ver el espectáculo gratis. Uno de ellos, el francés Christian Lombardi, recuerda que se movían como los hombres y empezaron a ponerle su toque especial: jalarse las trenzas tomar objetos pequeños de madera para reventarlos en el rostro de su contrincante, de manera que brote la sangre, por heridas pequeñas. Entrenaban con polleras, para que cuando subieran al ring no se les hiciera dificultoso. Claro, no es lo mismo pelear con trajes pegados al cuerpo que con faldas anchas y cuatro cancanes debajo, que representan más de un kilo adicional.
Polonia Ana Choque Silvestre, la mamá de “Dulce Rosa”, fue una de las primeras en presentarse al lugar. Desde niña había disfrutado de estos shows, propios de las clases populares, así que en poco tiempo se transformó en “Juan la India, orgullo de su raza” y junto a “Margarita la K’achucara”, “Rosa la Furiosa” y “Petronila” un día apreció orgullosa, saludando al público, con la boca pintada y una sonrisa adornada por aplicaciones de oro. Y en pocos años se convirtió en “Carmen Rosa la Campeona”, en honor a su suegra, una confeccionista de polleras.
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Domingo, 24 de junio. A las 14.00 las puertas del Multifuncional de El Alto, a cuatro mil metros de altura, están abarrotadas de vendedores de todo tipo de comida y golosinas.  Una fila larga de grandes, chicos, cholitas, mujeres de vestido y extranjeros se confunden en la multitud, mientras esperan que las boleterías empiecen a vender entradas, para copar el escenario deportivo en cuyo centro está armado el cuadrilátero. Una tela azul pegada en la pared anuncia a la atracción de la tarde: “Las internacionales cholitas de los Titantes del Ring: “Ángela la Folklorista”, “Margarita”, “Jennifer Dos Caras” y “Martha la Alteña”.
Dos horas más tarde, el público local ha copado las graderías, pero las sillas de plástico VIP, aún lucen vacías; los seis buses llenos de turistas que pagaron 15 dólares cada uno aún no arribaron al lugar. Cuando lo hacen, gente de todas partes del mundo se apresura a reclamar su refrigerio y su souvenir (el llavero de una cholita), y se acomoda con las cámaras en mano, para esperar que comience el festival.
Al cabo de unos minutos, un hombre vestido de calavera entra bailando una cumbia andina y se enfrenta a un legendario luchador de más de 50 años. Hay golpes, patadas, nada fuera de lo común. La gente silba, pide acción. “Esto está k’aima (aburrido en aymara)”, se queja una mujer que pagó poco más de dos dólares por entrar a mirar y en cuya bolsa tiene cáscaras de maní (cacahuate), de naranja y botellas de plástico para lanzar al cuadrilátero. Su marido, que acaba de comer un pollo frito, está a punto de botar los huesos y ella le recrimina sin pensar, “trae aquí, más tarde me vas a pedir y no vas a tener qué arrojar”. En menos de una hora la señora se habrá quedado sin municiones.
Ángela pone un pie sobre el escenario y el público se emociona, los niños se alegran y su rival sabe de antemano que ha perdido la pelea. Ángela, no más de 1,60 de estatura, manos rellenas, cara redonda y unos cuantos kilos demás. Le dicen “La Folklorista” y está a punto de entrar a un cuadrilátero en el que va a derribar a un hombre de 1.70 de alto, 90 kilos de peso y el rostro cubierto por una máscara.
El locutor anuncia su ingreso y de fondo se escucha una morenada, el ritmo folklórico cuyos movimientos cansinos le permiten mover la pollera y hacerla girar. Sabedora de su éxito, se acerca a los turistas, saluda a uno y besa al de más allá. Después agarra el micrófono y grita “I love you”, en un inglés mal pronunciado.
En el cuadrilátero la espera “Demoledor”, quien se ha aliado con el árbitro “para destrozar a las mujeres, porque ellas deberían quedarse en la casa, cocinando”. Sus palabras indignan al público local; pero a los gringos, como les llaman en Bolivia a los extranjeros, les causa gracia, quizá porque no entienden lo que dijo o quizá porque saben que todo esto es un show.
De pronto, cuando el relator grita “¡en lucha!”, Ángela -que se ha quitado la manta y el sombrero- se balancea frente al contrincante y éste intenta golpearla. Ella escapa y le da un golpe. Le gritan “¡viva!”, pero ni bien se asoma a una esquina para cosechar aplausos, el rival la baja, la patea, la lanza por los aires y la saca del ring. Botada en el suelo, con la mano en el vientre, se retuerce de dolor, mientras los flashes de las cámaras le disparan sin piedad y la gente de las graderías –en éxtasis total- lanza pipocas (pop corn), cereales tostados con azúcar, papas fritas y hasta huesos de pollo frito al “Demoledor”. “¡Maricón! ¡Golpeador de mujeres! ¡K’eusa! (homosexual en aymara)”, se oye de fondo.
Durante unos minutos, la tensión sube y el árbitro recibe insultos por doquier. Intenta dar por ganador al varón, pero la gente se para, grita más fuerte. Los niños dejan las graderías e intentan acercarse al luchador. Los turistas deliran y ya han lanzado hasta sus vasos de refresco. En algún momento, Ángela sube otra vez al cuadrilátero y tan ágil como certera, da tres golpes, lanza al varón contra las cuerdas, éste cae y ella le hace una llave en el piso, para no dejarlo escapar. Otro réferi –el justo- sube inmediatamente para contar “¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!”, junto al público y levanta el puño de la cholita luchadora, que se ha llevado el triunfo, los aplausos, la gloria. Esta vez no hubo sangre, esta vez no hubo un gran show. “Cuando viene la tele internacional ponen a las mejores y se lastiman de verdad”, dice un hombre, cuando le pregunto si todas las peleas serán igual.
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En la vida real, Ángela no es cholita ni tampoco se llama así. Es su nombre artístico, como el de “Benita la Intocable”, que es Mariela Alvarenga; “Martha la Alteña”, cuya verdadera identidad es Jenny Wilma Maraz Herrera; “Yolanda la Amorosa”, que se llama Veraluz Cortez; Remedios María Condori Ajsara, “Julia la Paceña”, o “Carmen Rosa la Campeona”, Polonia Ana Choque Silvestre. Son más de 20 y pelean en diferentes escenarios de lucha de La Paz y El Alto.
Las tres últimas son originales. Se consideran así, primero porque son cholas paceñas de verdad, y segundo porque están entre las primeras que incursionaron en esta disciplina. Las otras –reconocen- sólo lucen pollera, manta y sombrero cuando deben subir al ring; el resto de los días son “señoras de vestido” o “señoritas”, como dicen ellas a las mujeres que usan pantalones de mezclilla y blusas con escote. Algunas son amas de casa, otras secretarias, maestras de escuela y también hay quienes se dedican al comercio. Casi todas tienen hijos y un buen número más de 30 años.
Y esa es la otra historia de las cholitas luchadoras. En 2005, las primeras decidieron dejar el “Multifuncional”, porque se dieron cuenta que el “Gitano” ganaba del trabajo que ellas hacían. Se volvieron independientes, pero en su lugar aparecieron las imitadoras y desde entonces aparecieron hasta 20 chicas que lucen polleras para subirse al ring, incluso aquellas que peleaban como heroínas, decidieron cambiar los trajes brillosos por las mantas y las polleras. De vez en cuando se enfrentan en festivales independientes y ahí sí corre la sangre, porque desahogan sus broncas y buscan hacerse daño de verdad.

Así fue como “Dulce Rosa” acabó herida la primera vez que se subió a un cuadrilátero, en septiembre de 2011. La pusieron al frente de “Yolanda la Amorosa”, una de las más experimentadas en el medio, quien había tenido un altercado con su mamá, porque no quiso llevarla a Brasil, para una presentación. Para esta última no hubo mejor oportunidad de buscar venganza: la agarró de la cara y le hizo una llave quebradora que le dolió hasta los huesos. El público deliraba, mientras la joven cholita soportaba el dolor. Volvió a subir y soportó pisotones en los muslos y jalones de cabello. Pero perdió la lucha y perdió el miedo. Por eso ahora espera que un día le programen otra pelea, para tener a “Yoalnda” en frente. “Ya tengo lista una caja con clavos”, advierte.

* Esta crónica fue escrita para la revista Status de Brasil, bajo el título de 'Cholitas boas de briga', las fotos son de Christian Lombardi.



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