El despertar del gigante
Situado a 127 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra, El Fuerte que acoge a la piedra tallada más grande del mundo, vive un momento de revitalización gracias a la Dirección del Centro de Investigaciones Arqueológicas Samaipata, y a que los pobladores empezaron a involucrarse en su historia. Preservar el Patrimonio Cultural de la Humanidad es el reto más grande, en un momento clave para tomar consciencia de su importancia.
Omar Claure tiene 76 años y se emociona
como un niño con juguete nuevo cuando habla de El Fuerte de Samaipata. Con la
energía de un joven, sube a la cima del cerro, a 1.950 metros sobre el nivel
del mar, y desde allí cuenta la historia de cada símbolo, señala cada
estructura y explica cómo estaba distribuida esta ciudadela, en cuyo centro se
encuentra la piedra tallada más grande del mundo. “Allá estaba la plaza y en
ese lugar, se hacían rituales”, dice mientras recorre con la mirada cada rincón
de la estructura.
Es un jueves de agosto y sopla una tenue
brisa invernal. Después de una copiosa lluvia, el olor a yerba mojada es
intenso y en el cielo nuboso un cóndor sobrevuela en círculos. Desde este cerro
se divisa la selva y fácilmente se logra imaginar cómo fue que los chané —un
pueblo amazónico, pacífico y sedentario— llegaron a ocupar este territorio.
Años más tarde, dominados por los guaraníes —guerreros por naturaleza— algunos
se mezclaron con ellos y otros partieron hacia otras regiones, sin imaginar que
los incas arribarían desde occidente para establecerse y aportar con su cultura
a las construcciones originales.
“El incario domina a los guaraníes, pero
ellos se llevan a las mujeres de los incas, así que estos retroceden. Después
llegan los españoles y también levantan estructuras. Al final de cuentas, aquí
lo que hubo fue una superposición de culturas, una mezcla que va cambiando por
generaciones”, dice Omar con la convicción de quien ha estudiado los vestigios
durante muchos años.
Hace 44 años, allá por 1973, poco o nada
se sabía de todo esto. Omar era estudiante de Historia en la universidad
pública de su natal Sucre y un buen día un catedrático le pidió una tesina para
conocer las condiciones en las que se encontraba el sitio arqueológico. “Desastroso”,
resumió él al volver de su travesía.
No había un camino para subir al cerro y
cuando se preguntaba a los pobladores de Samaipata cómo llegar a las ruinas,
respondían, “¿Ruinas? ¡Ah!, las figuras”, en alusión a los grabados. Un vaquero
que buscaba una guacha perdida fue el único que se ofreció a llevar al
universitario hasta el lugar que, para su sorpresa, tenía dueño, se encontraba
sumergido entre la maleza y era un sitio donde se arreaba a las reses para que
se alimenten y beban el agua que se reunía sobre los símbolos que allí tallaron
los primeros habitantes
Con los años, ya trabajando en el pueblo
como maestro y especializado en arqueología, Claure empezó a sumar gente que
creyera en la recuperación de El Fuerte para convertirlo en destino turístico.
Lo hizo de la mano de su maestro, el arqueólogo paceño Carlos Ponce Sanginés,
quien dedicó gran parte de su vida a estudiar las ruinas de Tiwanacu. Pese a
ello, era difícil contagiar su entusiasmo por descubrir los secretos que
encerraban aquellas estructuras precolombinas así que cuando
planteó la posibilidad de que el sitio arqueológico sea declarado Patrimonio
Cultural de la Humanidad, le dijeron que estaba loco.
—Omar, tú estás loco, me dijeron y yo
pensé, ‘esperen a ver lo que va a hacer el loco’.
*****
El 5 de diciembre de 1998, la Unesco
(Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la
Cultura, por sus siglas en inglés) declaró a El Fuerte de Samaipata, Patrimonio
Cultural de la Humanidad.
El proyecto para conseguir el
nombramiento demandó cinco mil dólares que aportó el entonces alcalde de Santa
Cruz de la Sierra, Johnny Fernández. Constaba de dos textos y un video con
imágenes captadas desde un helicóptero, que aún hoy se puede ver en el museo
arqueológico regional de Samaipata.
Raúl Costas Hurtado fue uno de los
primeros alcaldes samaipateños que se dio cuenta de que el futuro económico de
su municipio estaba en el turismo. De pequeña estatura, delgado y prominentes
entradas en la blanca cabellera, a sus más de 80 años recuerda con lucidez el
arduo trabajo que se tuvo que hacer para proteger la piedra tallada y apoyar la
postulación.
En su casa, plagada de fotos y
reconocimientos, Costas cuenta que desde su alcaldía gestionó un préstamo de un
banco para pagar el servicio de un tractor oruga para que abriera el camino,
para acceder a El Fuerte. Junto a Claure, también consiguió que se
enmalle todo alrededor con alambre de púas y que un portero custodie el inmenso
terreno, porque hubo quienes llegaron a dinamitar las piedras creyendo que allí
había oro. Ya en el pueblo, se pidió que el banco del Estado compre una casa
para que acoja al museo, en 1974, y ese mismo año se fundó el Centro de
Investigaciones Arqueológicas de Samaipata (CIAS).
—Tuvimos la suerte de que don Carlos
Ponce y su esposa, doña Julia Elena Fortún (historiadora, antropóloga y
etnomusicóloga), nos colaboraron muchísimo. La gente de La Paz nos brindó mucho
apoyo, no así la de Santa Cruz, y yo debo ser sincero, antes para nosotros las
ruinas, eran solo un lugar al que íbamos a pie.
Unos años más pasaron para que, por fin,
se restrinja el acceso hacia el principal monumento, una roca esculpida de 250
metros de largo por 60 metros de ancho. Hasta entonces, el año 2000, los
visitantes recorrían el lugar sin el cuidado necesario y no faltó quien dañó el
monumento grabando su nombre.
Actualmente solo se puede observar la
majestuosidad desde unas pasarelas, que fueron construidas gracias a un aporte
del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Muchos de los diseños de estilo
zoomorfo, como la serpiente, el puma y el jaguar, se distinguen con dificultad,
porque el tiempo, el clima y el ser humano fueron implacables.
El geólogo ambiental Orlando André hizo
un trabajo al respecto, financiado por la Gobernación de Santa Cruz, y, entre
sus conclusiones, estima que si no se hace algo para frenar el deterioro, “en
unos 150 años se perderán muchas de las figuras”. El estudio determinó también
que se trata de una roca antiquísima, que tiene como 150 millones de años.
“Desde todo punto de vista, esta es una obra colosal”, dice.
*****
Paceño de nacimiento, Orlando es también
vecino de Samaipata. Representante de los más o menos 500 adultos mayores que
hay en el pueblo, a los 75 años realiza varias actividades que lo mantienen
ocupado gran parte del día. Antes de llegar a vivir a este valle cruceño, hace
ya bastantes años, no sabía casi nada del fuerte, pero ahora acude a talleres y
actividades que organiza el CIAS, de manera gratuita, en el afán de integrar a
la comunidad, para que los habitantes del lugar aprendan a valorar su
patrimonio arqueológico.
En un taller de cerámica, por ejemplo,
él y otros asistentes hicieron réplicas de las cornetas que tocaban los
guaraníes hace mil años en la ceremonia del solsticio de junio. Se trata de
piezas de arcilla con rostros de ojos en forma de café y nariz aguileña, cuyo
original se encuentra en el museo del pueblo.
Lis Moro, ceramista argentina que vive
en Samaipata hace 12 años, fue la encargada de impartir el curso, que también
se dio para niños. Junto a su esposo, se especializó en el arte de las culturas
precolombinas, así que cuando le plantearon la idea, aceptó encantada. “Yo no
sé cómo lograron esto”, dice mirando su réplica, porque la original tiene un
acabado perfecto, cuyo sonido se asemeja al del asta del toro (pututu) que
usaban las culturas andinas en rituales y combates.
Gracias a este tipo de iniciativas, cada
vez más gente se interesa por conocer las culturas ancestrales, aprender más
sobre la forma de vida de los pueblos y recorrer el inmenso monumento que
durante años permaneció dormido sin que se le diera la importancia necesaria.
Pero eso está cambiando. No hace mucho,
una niña de siete años le pidió a sus padres celebrar su cumpleaños con sus
amigos en El Fuerte. Tras conseguir los respectivos permisos en el CIAS, los
pequeños y sus papás recorrieron el sitio con un guía. “Yo decía, ‘¿cómo una
niña puede pedir festejar su cumpleaños allá?’, pero fue maravilloso”, asegura
Lis. Al final, ya en el Centro de Atención al Turista (CAT) se repartió
alimentos y se comió torta, todo un acontecimiento que muestra que El Fuerte va
adquiriendo importancia y ha comenzado a ejercer efecto en los niños.
*****
Luis Callisaya, arqueólogo y actual
director del CIAS, es el impulsor de los talleres y
otras actividades que se desarrollan tanto en el museo como en el monumento. De
hablar tranquilo y mirada atenta, asumió el cargo en octubre del año pasado.
Desde entonces se ha propuesto sensibilizar a la población para que se
involucre en el cuidado de las ruinas, porque el turismo es la principal fuente
de ingresos del municipio.
Solo el año pasado 53 mil personas
pagaron su boleto para entrar al museo y visitar El Fuerte. Se trata de gente
que llega al pueblo, se aloja allí, se alimenta y toma un taxi que cuesta 100
bolivianos para cuatro personas. Toda una red articulada para ofrecer
servicios.
No hace mucho que el CIAS pasó a formar
parte del Gobierno Municipal de Samaipata como una unidad desconcentrada, pese
a ello se autosostiene con sus propias recaudaciones. “Aquí (en el CIAS) hay 15
funcionarios y un área protegida por ley municipal de 240 hectáreas”, dice
Luis. De hecho, siete personas, divididas en dos grupos, se turnan para
trabajar durante todo el año en El Fuerte, en periodos de 11 días. De ellos
depende la custodia del sitio arqueológico de 20 hectáreas, la piedra tallada
más grande del mundo de dos hectáreas, más de 50 edificios de 600 años de
antigüedad, un sendero turístico de casi tres kilómetros de longitud, 40 metros
lineales de unas gigantescas pasarelas y varios paraderos de madera.
La samaipateña Mirtha Olmos Sandoval es
la única mujer del grupo de “guardaruinas”. De estatura pequeña y rostro
agraciado, se encarga de vigilar que los turistas no causen daños. Fue boletera
y también trabajó en el museo, ahora se capacita para atender a los visitantes.
“Cada sector tiene su historia”, relata
con emoción. Según calcula, se necesita unas tres horas para visitar todo el
sitio. “Una cosa es que se lo cuenten y otra que usted lea al respecto. Los
guías son del lugar y saben mucho”.
Diana Flores, su hija de siete años,
solía acompañarla en sus actividades desde que era muy pequeña, porque no tenía
con quien dejarla. Por eso, a la niña le encanta jugar en los parajes
permitidos y asistió al taller de pintura con diseños de hace 600 años.
Emocionada muestra una tela en la que plasmó réplicas de diseños preincaicos
que, aunque parecen sencillos, no lo son para nada, según explica Lis Moro.
Ellos, los más pequeños, son uno de los
grupos objetivos para dar a conocer los secretos de culturas ancestrales,
porque captan más rápido, se emocionan y rápidamente difunden lo que
aprendieron. El otro grupo que se busca concienciar es el de los operadores
turísticos y de los guías. Con ese fin, se ha dictado diversos cursos cortos de
mitología guaraní, sonidos ancestrales, plantas ancestrales, arte rupestre,
arqueología y cosmovisión amazónica, entre otros.
Franz Choque Quispe, por ejemplo, es
guía privado que nació en Tiwanacu, donde aprendió mucho de las culturas
precolombinas. Tras formarse como técnico en turismo llegó a Samaipata, donde
se preparó y rindió un examen para acreditarse. Todos los días se lo encuentra
en el CAT, con su credencial y una sonrisa que contagia a quienes hablan con él.
Asegura que siempre hay gente que llega
a contratar sus servicios, aunque en días lluviosos se ve afectado. Como él,
Simón Sibaute Rosales, nacido en una comunidad de Samaipata, también se gana la
vida hablando a los viajeros casuales sobre esas culturas que un día llegaron a
asentarse en este vasto territorio. Alto y de facciones marcadas, conoce como
pocos los rincones del coloso dormido y el Parque Amboró.
Bajo su percepción hace falta más
apoyo para revitalizar el lugar. Menciona que recién hace tres años se asfaltó
el acceso al cerro, por lo que en años pasados era imposible llegar en vehículo
en época de lluvia, ya que el terreno es gredoso. Y caminando, se debe recorrer
los nueve kilómetros que separan el pueblo del monumento, algo que no muchos
están dispuestos a hacer.
*****
Luis era un niño cuando conoció a Omar
Claure en Tiwanacu. Este último llegaba al lugar con frecuencia para aprender
de Ponce Sanginés y para hacer sus propias investigaciones. Así conoció a
Andrés Kallisaya (escrito con K, en su registro de nacimiento), el abuelo de
Luis, gran conocedor de su cultura.
Años más tarde, fue un grato placer saber
que aquel pequeño que correteaba por aquellos parajes altiplánicos se
convertiría en arqueólogo como él. Actualmente, ambos comparten sus
conocimientos y se enfrascan en charlas muy amenas sobre descubrimientos,
hipótesis y saberes. “Falta mucho por hacer en Samaipata”, coinciden.
Una ciudad enterrada
El Fuerte de Samaipata es como una
ciudad medieval. Esa es una de las recientes interpretaciones que se hicieron
sobre el sitio arqueológico luego de una serie de investigaciones. Construido
en la cima de una montaña, fue rodeado por murallas de piedra, en un lugar
inaccesible, donde hay serpientes venenosas o cascabel, representadas en la
mitología guaraní como el jichi. Existe un muro perimetral, como primera
defensa ante posibles invasores, calles, avenidas, barrios, campos agrícolas y,
al centro, la piedra tallada más grande del mundo.
Hay dos asentamientos humanos hasta
ahora descubiertos, asegura el arqueólogo Luis Callisaya. Está el de los incas,
que data del año 1490 después de Cristo, pero está el otro, que data de hace
1000 años, que sería el pueblo chané, que luego fue sometido por los guaraníes
o chiriguanos.
“Los incas llegaron en el año 1490 con
un ejército para conquistar el lugar, pero los chané y guaraní los expulsaron.
En su segunda llegada, hubo una alianza política, negociaron y decidieron
convencer a los habitantes de hacer matrimonios entre doncellas incas y líderes
chiriguanos. Como hubo uniones familiares, hubo paz temporal, y se construyó la
ciudad que ahora vemos”, explica.
La deducción surge porque únicamente
cuando hay tranquilidad entre los habitantes de una sociedad una urbe puede
expandirse. De hecho, la prueba de que diversidad de culturas se sobrepusieron
en el sitio es la piedra, donde hay tallados incas y de culturas amazónicas.
Todos ellos coexistían en el lugar pacíficamente. “Hace 600 años seguro se
escuchaba quechua, chiriguano guaraní o yuracaré”.
En el museo, también se interpretó el
uso de determinados instrumentos musicales y las vasijas. Así se conoció que
hace más de 600 años ya no solo se interpretaban sonidos, sino que se componían
melodías.
“En las culturas amazónicas hay gente
que cura dolencias con sonidos y cánticos, no hay medicamentos. Si alguien se
fractura un pie, el chamán le canta a la herida para que el hueso vuelva a su
lugar”, revela el arqueólogo.
Aunque no se hace demasiadas
excavaciones en la zona, no hace mucho se descubrió el palacio donde vivía el
guardián de la Chinkana, un templo donde se rendía culto al jichi o serpiente.
Según los incas ese lugar era el pasaje que conectaba con la tierra con el
sitio de salieron las divinidades Manco Kapac y Mama Ocllo.
También se pudo detectar que la ciudad
tenía campos agrícolas, guerreros de élite con jerarquías y chamanes que
curaban mediante terapia, con alucinógenos y plantas. Asimismo, hubo ingenieros
y arquitectos hace más de 600 años, porque construyeron edificios muy grandes,
nivelaron el terreno, determinaron alturas pendientes, sistemas de drenaje,
disposición de los edificios. “Hay sectores donde había una escuela para las
mujeres. Hallamos la casa del capitán, que era como el edecán del Inca”.
Mediante voluntarios nutricionistas, se
descubrió incluso que las plantas ancestrales que aún crecen en las ruinas son
alimentos que comía la gente hace 600 años atrás. Zarzamoras que están cerca de
la casa del rey, llevan a concluir que él disfrutaba de ese fruto así como de
guayabillas. Tranquilamente un turista puede disfrutar de los manjares que se
servía el Inca.
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