LA SOLEDAD DE LOS PADRES DE BRAYAN

Edilberto y Verónica, en su casa de Tacamara (Foto: Rocío Lloret)

La soledad de los padres de Brayan


Por Rocío Lloret Céspedes
Brayan se aferró al pecho de su madre y después de entregar una alcancía con sus ahorros, empezó a derramar lágrimas y a implorar por su vida. “No me maten, no le maten a mi mamá”, le dijo a los hombres que le apuntaba con pistolas a sus padres y a sus tíos, mientras exigían que entreguen todo el dinero que hubiera en la casa. Esa fue la última vez que Verónica Capcha y Edilberto Yanarico escucharon la voz de su único hijo de cinco años.
   Él no ha gritado, como dicen. “No me maten, no me maten”, eso nomás decía y las lágrimas se le han empezado a caer por su carita. En eso, uno nomás, ‘¡kaj!’, ha sonado bien fuerte”.
Verónica recuerda perfectamente el momento en que oyó un disparo y su pecho quedó empapado de sangre, porque la bala entró por la cabeza de su hijo. Edilberto en cambio dice que perdió la noción del tiempo.
   Yo no me recuerdo bien, era como una película, no entendía lo que estaba pasando. Les hemos dado todo el dinero que nos han pedido, nos habíamos reunido 4.500 reales (unos dos mil dólares), pero querían más. Hasta la alcancía de la wawa hemos dado, pero querían más.
Cuando Edilberto entró en razón estaba en el Hospital de San Mateo, al este de San Pablo (Brasil), con su hijo en brazos pidiendo desesperadamente que lo salven. Era tarde, Brayan había muerto en el trayecto.
Pocas horas después la noticia estaba en los diarios digitales y era apertura de los telediarios de la televisión brasileña. Las imágenes mostraban, “en vivo”, a un Edilberto extremadamente delgado y frágil pese a su prominente estatura, mientras su esposa —pequeña y de rostro redondo— relataba una y otra vez cómo habían matado a su hijo sin poder contener el llanto. Lo hacía en un español difuso, porque su lengua nativa era el aymara.
Durante los tres días siguientes, el caso puso en agenda la inseguridad que reina en la capital paulista, así como la frialdad con la que actuaron los delincuentes y la realidad que viven migrantes bolivianos que llegan a San Pablo para trabajar en talleres textiles. Mientras, los padres de Brayan recibieron apoyo de compatriotas que sintieron la pérdida como si se tratara de uno de sus hijos y de la Cancillería boliviana, que mediante la Embajada ayudó a tramitar el traslado del cadáver. En medio de aquel intenso movimiento, las autoridades nacionales le ofrecieron un empleo estable a Edilberto, para que no tuviera que emigrar nuevamente. En ese momento, él no tenía intensión de hacerlo.
Cuando todo pasó, él y su esposa volvieron a su comunidad en el altiplano paceño, exactamente seis meses después de haber partido. Esta vez traían el ataúd de su hijo a cuestas para enterrarlo en un cementerio que está un poco más abajo de su casa a medio construir. Y allí se quedaron solos.
Solos los dos desde aquella madrugada del 28 de junio de 2013 en que Brayan se asustó al ver a seis hombres irrumpir en su casa de forma violenta, cuando su papá y su tío abrieron el garaje para guardar el automóvil en el que llegaron faltando unos minutos para la medianoche.
La tarde de ese día, mientras trabajaban en el taller de costura que Edilberto y Verónica habían instalado junto a otros familiares en el mismo inmueble, el niño apareció con un paquete de galletas en las manos y empezó a repartirlas en silencio. “Era como si se estuviera despidiendo”, me dijo Edilberto muchos meses después en la desolación de su casa en Tacamara, una comunidad de la provincia Omasuyos, que está a más de 100 kilómetros de La Paz.
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La plaza principal de Tacamara (Foto: Rocío Lloret)

Es mediodía de un sábado de enero de 2014 y la plaza principal de Tacamara luce vacía. Un anciano encorvado camina apoyado en un palo por las estrechas calles de tierra y una mujer de pollera, que carga un bulto en la espalda, se aleja en una cuesta que da a una cancha de fútbol. La única tienda abierta que se ve es oscura y acaba de cerrar su pesada puerta antigua de madera. Las casas, unas de ladrillo y otras más pequeñas de adobe, parecen abandonadas. Si esto fuera un cuadro, sería un paisaje gris con un sol raquítico, cuyos rayos se pierden entre las nubes que anuncian una tormenta.
El cantón tiene menos de dos mil habitantes y está a 3.900 metros sobre el nivel del mar. Para llegar hasta aquí primero hay que viajar tres horas en vehículo, desde La Paz hasta Achacachi, la capital de provincia, y luego otros 45 minutos en uno de los pocos minibuses que ingresan al lugar. 
Antiguamente, este lugar era la hacienda de una familia de terratenientes. Los patrones llegaban únicamente a recoger la producción agrícola y ganadera, fruto del trabajo de familias de indígenas que consideraban de su propiedad. Después de la Revolución Agraria de 1953, las tierras pasaron a ser de los hombres y mujeres que, sin importar condiciones ni bajas temperaturas, trabajaban de sol a sol para cumplir con las exigencias de sus “dueños”.
Edilberto nació en esta comunidad aymara hace 28 años. Es descendiente directo de Saturnino Yanarico, el hombre que lideró la expulsión de los patrones, después de siglos de abusos y esclavitud, según refiere un ensayo de Benedicto Yanarico Mayta, sobre la historia del lugar.
Feliciano Yanarico, el padre de Edilberto, quiso que sus cuatro hijos estudiaran en la escuela, así que hizo de todo para que no faltara el dinero. “Yo me quedé huérfano de padre, por eso desde chiquito aprendí a hacer de todo. Vendía helados, después me hice albañil, plomero, electricista. Yo hacía de todo, porque tenía que juntar dinero para que mis cuatro hijos estudien”,  dice y olvida mencionar que también es agricultor.
Es que aquí, como en muchas áreas rurales del país, para los niños es normal sumarse al trabajo de los adultos para ayudar en las labores de campo. De ahí que preparar la tierra con bueyes y echar semillas de papa, haba, maíz, cebada o quinua, para después desyerbarlas con las manos; es tan habitual, como levantarse y preparar los alimentos para desayunar.
Cuando llega la época de cosecha, previo agradecimiento a la Pachamama con rituales ancestrales de por medio, los comunarios se reúnen para sacar los frutos y separarlos: los mejores para el consumo propio y el resto para la venta en ferias de pueblos más grandes o en la ciudad. Este sistema de ayuda mutua prevalece desde tiempos ancestrales.
Desde hace unos años esta ceremonia ha dejado de ser numerosa, porque Tacamara ha visto partir a sus hijos más jóvenes para trabajar como costureros en Brasil. Por sus calles se ve muchos niños pequeños al cuidado de sus abuelos y gente que supera los 50 años de edad; mas, no mucha de entre 18 y 30. Aunque los datos oficiales del Censo de 2012 sobre este cantón aún no fueron entregados, si uno consulta a varias personas al azar, resulta que cada una conoce o es familiar de alguien que emigró.
Algunos se fueron hace más de 10 años, como unos primos de Edilberto, que ya tienen “una linda casa en San Pablo”. Esa idea, la de tener una mejor calidad de vida, es la que les motiva a irse. Porque aunque aquí hay una escuela que tiene secundaria, un centro médico y un par de canchas de fútbol y fútsal —todo entregado en los últimos cinco años— no hay alcantarillado y hace muy poco llegó la dotación de agua potable y electricidad. Lo que es peor, las nuevas generaciones no ven un futuro laboral estable. “Aquí no hay en qué trabajar. Algunos somos albañiles, otros choferes, pero no siempre hay trabajo, porque cada hombre se encarga de hacer su casita con adobes, y en la ciudad se gana muy poco”, asegura Feliciano, moreno y delgado, con las manos largas, huesudas y llenas de surcos.
Como consecuencia, cada vez hay más bachilleres y pocos universitarios. En el caso de los varones, una vez que egresan, prestan el servicio militar obligatorio por un año y luego vuelven a su pueblo para ser recibidos como héroes, lo que significa que pueden formar una familia. Las mujeres, en cambio, ven frustradas sus aspiraciones mucho antes, pues su rol es acompañar a su marido, ayudar en las tareas agrícolas y criar a los hijos.
Edilberto y Verónica se conocieron en el colegio, años después se enamoraron, se juntaron y en 2008 nació Brayan. Durante mucho tiempo, él esperó pacientemente que el niño creciera para poder irse a Brasil. De hecho fue el último de los cuatro hermanos Yanarico en partir. Se arriesgó aun sabiendo que las cosas allá serían muy duras pues su hermano menor —Efraín— murió enfermo en un hospital paulista, justo el día que su padre estaba por comprar un pasaje de 400 dólares para ir a verlo, en octubre de 2011. Nunca se supo qué mal acabó con su vida.
Así, en enero de 2013, seis meses después que Brayan cumplió cinco años, Edilberto, Verónica (24) y el pequeño se embarcaron en una flota hasta Santa Cruz de la Sierra. De allí cogieron otro autobús hasta Puerto Quijarro, frontera con Brasil y, según las instrucciones que les dieron familiares que emigraron muchos años antes, ahí cruzaron únicamente con sus carnés de identidad, como establece un convenio binacional. De esa manera evitaron a los “coyotes” que acostumbran engañar a los bolivianos diciéndoles que es difícil pasar y que pagando 100 dólares ellos pueden ayudarles.
“Fueron cuatro días de viaje desde aquí. Nosotros solo llevábamos ropa en bolsones como nos habían dicho que hagamos”, recuerda ahora él, sentado en una silla vieja, en el segundo piso de la casa que su padre Feliciano le cedió cuando decidió formar una familia.
 Los Yanarico Capcha se fueron con la idea de hacer dinero en Brasil y volver al cabo de unos años.
—Yo quería ir, hacer un poco de plata y venirme para que el Brayan estudie en el colegio de aquí, como yo he estudiado. Este año ya le teníamos que inscribir, porque yo no quería que vaya al colegio de allá. De ahí, yo le iba a dejar a la Verónica aquí, con la wawa, y después otra vez iba a ir. Otra vez iba a trabajar, iba a mandar plata y así… Solito nomás ya me iba a quedar, para que ella esté aquí tranquila con la wawa, después me iba a volver también, porque mi idea nunca fue quedarme del todo.
Al arribar a San Pablo, se alojaron en casa de Carlos, el otro hermano menor de Edilberto, quien les ayudó a establecerse rápidamente. En poco tiempo compraron máquinas textiles para cada uno y se integraron a un sistema de trabajo que siguen muchos bolivianos que emigran: las cooperativas familiares.
Carlos era el nexo con los coreanos que encargaban el trabajo, que consistía en coser los cuerpos centrales de camisetas en bruto, sin mangas ni cuello. Las piezas ya venían cortadas en moldes, por lo que ellos solo les pasaban la máquina Para Edilberto no fue difícil adaptarse, porque aprendió costura en Bolivia, siempre con la idea de trabajar en Brasil.
Por cada unidad les pagaban 1,50 reales (menos de un dólar), así que a mayor cantidad, mayor ganancia. Al día entregaban de 150 a 200, entre él y Verónica.
Como sucede en estos casos, al cabo de un tiempo, todos decidieron vivir juntos, alquilaron una casa grande y allí instalaron un taller. De esa manera, los Yanarico Capcha, compartían vivienda con la familia de Carlos, la de su hermana Francisca y la del hermano menor de Verónica, Wilson, en un barrio periférico de la capital paulista llamado San Mateo. Cuando mataron a Brayan faltaban dos meses para que venza el contrato de arrendamiento y todos pensaban mudarse “a otra zona más segura”.
“No teníamos horario fijo ni jefes que nos controlen, pero trabajábamos varias horas, a veces empezábamos a las siete o a las ocho de la mañana y nos quedábamos hasta las nueve o diez de la noche, a veces hasta las doce también para hacernos algo (de dinero). Los sábados y domingos descansábamos también. Como mi primo tiene su auto íbamos a visitar a mi otro primo, que ya tiene una casa en el centro de San Pablo o íbamos al parque con el Brayan”, recuerda Edilberto.
Mientras los papás trabajaban, el niño solía quedarse en un cuarto mirando televisión o salía a jugar al patio. Sus padres lo recuerdan como un chico inteligente, que aprendió a hablar pronto, al que le gustaba cantar y charlar con los adultos en el taller.
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Libreta hallada en una fábrica (Foto: Analí Doré, Reporter Brasil)


Junio de 2013. Una inspección coordinada del Ministerio de Trabajo y Empleo de Brasil permitió rescatar a 28 bolivianos (entre ellos una adolescente de 16 años) “en situación análoga a la esclavitud”, en tres talleres de la red Restoque S. A., una compañía brasileña que produce ropa para marcas exclusivas. Los trabajadores fabricaban piezas para Le Lis Blanc y Bourgeois Bohene (Bo.bo), cuyas prendas en tienda cuestan hasta dos mil reales (más de 800 dólares).
El caso ameritó la convocatoria de la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa del Estado de San Pablo (Alesp) a los directivos de la firma para que den una explicación. Esto porque en enero de 2013 se promulgó la Ley 14.946 que, entre otras cosas, anula la licencia de empresas que son encontradas en flagrancia, beneficiándose —directa o indirectamente— de mano de obra en condición esclava, y se ven impedidas de ejercer la misma actividad económica o abrir un nuevo negocio en el sector por 10 años.
Su impulsor, el diputado Carlos Bezerra (Partido de la Social Democracia Brasileña - PSDB) —macizo y ya entrado en años— cuenta que lograr su aprobación fue complejo, porque “mucha gente acepta el trabajo esclavo como algo normal”. Con la promulgación, San Pablo se convirtió en pionero en el mundo en dictar sanciones duras y claras contra este flagelo social.
El problema es que no es fácil probar este delito. Las grandes multinacionales terciarizan o cuaterciarizan el trabajo, de manera que es difícil demostrar que las prendas que se confeccionan en talleres clandestinos son para sus diferentes marcas. Para ello contratan a empresas intermediarias que, a su vez, subcontratan microempresas y cooperativas familiares, es difícil detectar y sancionar a los responsables directos. El costurero casi nunca sabe para quién trabaja.
Fue precisamente con ese argumento que se defendió la Restoque, mediante su director Livinston Bauermeister, quien minimizó la responsabilidad de la firma. “La Restoque jamás se benefició de este tipo de explotación. Nosotros exigimos a nuestros proveedores que cumplan la legislación del trabajo. Dos de ellos rompieron nuestro contrato sin nuestro conocimiento y nos enteramos solo a través de la notificación del Ministerio de Trabajo”, dijo ante una serie de preguntas que le plantearon en el Congreso de San Pablo.
Louis Alexandre de Faría es el auditor fiscal del trabajo, quien se encarga de ejecutar inspecciones luego de hacer una investigación y seguimiento a estos casos. De hablar sereno y amable, es difícil encontrarlo en su oficina, porque casi siempre está en operativos. Durante una presentación que hizo en el primer “Seminario de combate al trabajo esclavo en el Estado de San Pablo”, realizado el 21 de agosto 2013, mostró cifras e indicios preocupantes de cómo viven más de 40 mil bolivianos en —según sus cálculos— 12 mil talleres de costura que se estima hay en la urbe paulista.
Desveló, por ejemplo, que muchos casos de trabajo en condición análoga a la esclavitud están ligados a la trata de personas. La cadena suele iniciarse en El Alto (La Paz), donde mediante programas radiales se solicita jóvenes que deseen trabajar como costureros en Brasil “con buen sueldo”. El único requisito es tener más de 18 años, aunque como se ha visto, no siempre se cumple. La mayoría de los interesados provienen del área rural de La Paz, por lo que se convierten en presa fácil de los llamados “coyotes” que son quienes se encargan de hacerles pasar la frontera. Una vez que llegan allí, el “tratante” se encarga de hacerles llegar hasta San Pablo y ahí empieza una acumulación de deudas que nunca terminan de pagar. “Yo encontré hojitas de libretas donde les cobraban hasta por un huevo demás que se comieron”, asegura de Faría.
Aunque el problema data de hace décadas, fue recién en 1995 que en el Estado de San Pablo se empezó a trabajar para erradicar el trabajo esclavo, seis años después que se conociera la primera denuncia de irregularidades en los talleres. “En Brasil, trabajar por horas muy largas, en condiciones inhumanas, es un crimen. Nosotros tenemos este programa de inspección, con el cual sacamos a las personas, hacemos las cuentas de cuánto se les debería según las leyes de Brasil, les hacemos pagar, y ponemos multas y actas de infracción a los explotadores”, afirma Louis.
Sin embargo, hasta ahora el principal problema de las autoridades brasileñas, aunque parezca irónico, son las víctimas, quienes no asumen que su condición laboral es deplorable. Durante la celebración del seminario, Edwin Laime y Martín Huanca, quienes se identificaron como pequeños empresarios bolivianos, acudieron a la sesión, como representantes de parte de la comunidad boliviana en San Pablo. El primero contó que desde niño aprendió a trabajar y explicó que para él eso dignifica, no lo degrada, así que planteó casi a gritos que el tema debe debatirse desde otra óptica, por ejemplo, reducir los costos del trámite de la residencia legal en el país vecino.
Más tarde aseguraría que “todos” llegan así y que, si bien es cierto que hay muchos jóvenes que son sometidos a tratos inhumanos y chicas que incluso son víctimas de abuso sexual, “con el tiempo terminan estableciéndose y trayendo a su familia”. Lo dice como un logro, como si ese fuera el destino que todos tuvieran que pasar para llegar a algo bueno.
De estatura baja, delgado y la piel morena, cuenta que él ahora maneja “varias empresas”. Con una botella de vino que guarda en una mochila y saca cada tanto para beber un sorbo, dice que en las zonas que están afuera de la capital paulista, donde vive la comunidad boliviana, no solamente deben enfrentarse a los abusos de brasileños, sino también de paraguayos y peruanos. Para él, la forma de trabajo de sus compatriotas es dura, “pero no esclavizante como dicen”, además que se compensa con los tragos que se toman los fines de semana, “para olvidar lo que pasa”.  
De Faría, quien ya ha escuchado el argumento que trata de justificar el trabajo esclavo hasta el cansancio, asegura que cuando se rescata a una persona y se le explica cuánto debe ganar, recién cae en cuenta que alguien más se hace millonario con su sudor y lágrimas. “Quizá las condiciones de donde salieron en Bolivia también son extremas, pero eso no es un justificativo. Cuando nosotros les hacemos pagar lo que les corresponde, recién se dan cuenta que han sido explotados. Nosotros, como país, no aceptamos las condiciones en las que trabajan no solo bolivianos, sino también brasileños de Estados más pobres, paraguayos y peruanos. Acá la Ley considera que el trabajo en condición de esclavitud es un crimen”, insiste.
El otro gran problema es la falta de conocimiento de miles de emigrantes sobre tratados internacionales que les permiten trabajar legalmente, sin exponerse a que les quiten los pocos documentos con los que llegan para extorsionarlos.
Eunice Cabral, presidenta del Sindicato de la Costureras de San Pablo, es una mulata que crió a seis hijos sola trabajando en una fábrica textil. Molesta, asegura que la postura que asumen muchos bolivianos frente a las luchas sociales por lograr condiciones mejores de vida, terminan perjudicando a todas las clases trabajadoras. “Si ellos regalan su trabajo, el empresario entiende que nosotros también debemos hacerlo. Nos despiden, porque saben que hay otro que lo hará por menos salario y menos condiciones. Yo conozco bolivianos que han denunciado estas irregularidades y hoy tienen un buen trato, empleo, con todos los beneficios que ofrece el país para un trabajador legal”, reclama.
 Lejano a las discusiones que se llevan adelante sobre el tema en el Estado de San Pablo, Edilberto dice que lo único que él busca es poder trabajar. Cuando ocurrió el crimen de su hijo, la comunidad boliviana salió a protestar en las calles, exigiendo que se dé con los responsables y el caso inmediatamente se relacionó con las condiciones en las que viven y laboran miles de sus paisanos.
“La cifra que maneja el Consulado es 40 mil sin papeles, nosotros creemos que son muchísimos más. Todos los días entra gente, porque acá hace falta harta mano de obra, siempre hay trabajo para el que llega con la idea de progresar”, afirma Martín Huanca, un boliviano que se ha convertido en el nexo entre el Centro de Apoyo al Migrante, una institución de la Iglesia católica, y sus compatriotas.

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Brayan, en vida (gentileza famlia Yanarico)

Semanas antes que Brayan muriera, Edilberto y Verónica empezaron a tener sueños extraños. Un día el papá “vio” a los asesinos en la esquina de su casa. Todo estaba oscuro y ellos estaban reunidos ahí, como solían hacerlo siempre. “¿Qué será?, me he pensado, era un sueño feo”, cuenta ahora. Ella en cambio vio que acuchillaban al niño entre sueños y sintió que algo malo iba a pasar.El crimen causó conmoción por la frialdad con la que los delincuentes actuaron. Después de dispararle a Brayan en la cabeza, huyeron con el dinero y dejaron atrás a una familia destrozada. “Nosotros organizamos marchas, porque nos sentíamos desprotegidos. Solo necesitábamos que en ese momento el cónsul o alguna autoridad nos dé alguna palabra de aliento. Era como si se hubiese muerto uno de nuestros hijos”, recuerda ahora Edwin Jimmy Laime, tomándose un largo trago de vino de su botella.

Ante la tragedia, Edilberto y Verónica volvieron a Tacamara. Confiado en la palabra de autoridades que le ofrecieron un trabajo en Bolivia, él viajó a La Paz y acudió a la Cancillería del Estado, allí le respondieron que aún no tenían vacancia. “La segunda vez que fui, ya no me dejaron entrar ni a la puerta. Por eso ahora pienso en que tengo que volver nomás a San Pablo, cuando pueda superar esto. Allá he dejado mis maquinitas y se deben estar deteriorando también. Estoy esperando que ella se sane (por Verónica) y no sé, que pase un poco más de tiempo, porque no sé cómo será ir y ya no verlo al Brayan”.
Verónica enfermó de pena. Pequeña y morena, de manos regordetas, durante la entrevista prefiere mantener un silencio de luto que es difícil romper. Desde que sucedió la tragedia no ha dejado de pensar en su hijo y a los 24 años parece una mujer de 50. Envuelta en una manta para evitar que el frío altiplánico le provoque algún otro mal, responde apenas que también piensa irse, aunque en su caso el retorno aún es más una tortura que una esperanza. “A ratos me sueño también. Él (Brayan) me dice que está bien, que ya no le da miedo dormir con la luz apagada, como cuando vivía”, balbucea.
Pero ningún consuelo es suficiente. Ya no llora y su tristeza es más fuerte que una lágrima. Quizá por eso no sabe ni le importa que los que mataron a su hijo hubieran sido asesinados en la cárcel, después de su captura. La prensa brasileña refiere que el caso causó tanta indignación incluso entre los reos, que los mataron en prisión uno a uno, como un acto de venganza por la muerte de Brayan. “No sé, a nosotros no nos han dicho nada, ya ni la abogada que nos ayudó esa vez nos llama, igual qué podemos hacer con eso”, dice Edilberto.

Tanto él como su esposa están conscientes que necesitan volver a trabajar para tener algo de dinero. Por lo pronto, papá Feliciano, les dio un vehículo que Edilberto trabaja como taxi especialmente los jueves y domingos, cuando hay feria en Achacachi, pero la ganancia bruta llega apenas a 90 o 100 bolivianos (como 15 dólares). Los otros días, se quedan solos en casa, ayudando en la siembra o sentados en la pequeña terraza sin muros que da a su habitación, allí donde Brayan solía salir a cantar aplaudiendo alrededor de ellos “¿será papá, será mamá?”.

* Esta versión se publicó en 2015, en el libro 'Hora Boliviana', de la editorial El Cuervo. El texto original se publicó en portugués en http://reporterbrasil.org.br/2014/05/a-solidao-dos-pais-de-brayan/ y se tradujo al inglés en http://www.internationalboulevard.com/from-bolivias-high-plains-to-enslavement-or-death-in-brazil/

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